La semana del 14 al 19 de enero, los alumnos de tercero,
cuarto y primero de bachillerato pasamos unos maravillosos días en Andorra, ese
minúsculo lugar donde hay más cuentas secretas que personas que saben dónde
está su propio país.
Andorra, ese lugar donde las tiendas libres de impuestos y
sus productos escala 1:10000 son el mayor atractivo turístico.
Andorra, ese lugar donde sus pistas de esquí son tan
exclusivas que incluso los copos de nieve parecen llevar sus propios esquís, y
el aire fresco de la montaña es solo superado por el olor de las transacciones
financieras en el aire y por el ruido de los flamantes coches que la circulan.
Ahora en serio, andorra, aparte de ser un paraíso fiscal y
consumista, es un paraíso geográfico. Las majestuosas montañas andorranas se
alzan como guardianes imponentes, cubiertas con un manto blanco que nos
proporcionó ese asfalto helado que cabalgábamos mañana y tarde como cowboys de
la nieve. Sus altas cumbres y verdes valles creaban un entorno natural
fascinante.
Tras un largo viaje de más de 9 horas en autobús, nos
presentamos en la Massana, lugar donde se ubicaba el hotel donde nos alojamos,
situado a unos 20 minutos de la capital, dejamos las maletas y procedimos al
alquiler de los esquís, las botas y los cascos. Después fuimos al hotel y
degustamos su bufé, que la verdad es que estaba genial. Después de una
contundente cena, ya estábamos listos para afrontar al día siguiente el primer
día de esquí.
Por la mañana, después de un abundante desayuno, nos
equipamos nuestro atuendo de Marc Márquez de las nieves y cogimos el autobús
para subir a las pistas. Una vez allí nos poníamos las botas y los esquís y
recibíamos una clase de dos horas, divididos en grupos con monitores distintos
acorde con nuestro nivel. Los dos primeros días hubo de todo. Mientras algunos
luchábamos por mantenernos en pie con los esquís, otros ya surcaban las laderas
como si les fuera la vida en ello. Las clases fueron un poco convulsas al
principio: accidente por aquí, resbalón por allí, atropello involuntario por
allá… todo un espectáculo de colisiones.
Después de una dura jornada de caídas y frustración llegaba
la hora de comer. Comíamos en un restaurante allí en las pistas un menú
distinto cada día, que menos el primer día, dejó mucho que desear. Tras la
comida, nos volvíamos a poner en marcha, ahora sí, con toda la tarde libre para
esquiar a tu rollo y activar el modo supervivencia.
Al acabar la jornada de esquí, bajamos en el huevo (una
especie de teleférico con forma de huevo) a la ciudad, cogimos el autobús y
fuimos al hotel a ducharnos, reposar y reflexionar sobre cómo habíamos logrado
sobrevivir. Después de asearnos, bajamos a Andorra la Vella donde nos daban
tiempo libre para saciar nuestro mono consumista y explorar las curiosas
tiendas que por allí había.
Y así pasamos nuestros dos primeros días, milagrosamente,
sin heridos.
El tercer día ya fue afrontado de otra manera. Como siempre,
gozábamos de un pesado desayuno y subíamos al huevo (qué originales los
andorranos, el huevo jajajas) que nos dejaba en las pistas y más o menos ya
sabíamos lo suficiente de esquí como para no despeñarnos por un barranco y
hacer nuestras primeras rutas, mientras que otros ya andaban por el pico más
alto de andorra y aventurándose por las pistas rojas como si fueran toboganes
de un parque infantil. Poco a poco los más torpes ya fuimos cogiendo confianza
y familiarizándonos con los esquís. Tras una jornada de esquí al fin
satisfactoria, descansamos un poco en el hotel y bajamos a Andorra la Vella
para disfrutar del increíble centro termolúdico Caldea, un balneario con
jacuzzis, saunas, termas, y todo tipo de piscinas. Los vestuarios eran algo así
como un laberinto de compartimentos abarrotados de adolescentes que no se
acordaban de dónde estaba su taquilla.
Algunos alumnos no fueron a Caldea y se quedaron pasando la
tarde por la ciudad, luego quedamos todos en la puerta del balneario y el
grandísimo Pepe (el autobusero) nos llevó de vuelta al hotel para cenar.
Por las noches los pasillos del hotel parecían el metro de
Nueva York y las habitaciones una especie de comuna hippie. Hubo algún día
gente que durmió en el suelo o en la bañera, lo ideal para recuperarse de la
jornada de nieve.
El tercer día no tuvimos suerte, estuvo lloviendo y había
bastante viento, por lo que no pudimos aprovechar al máximo la tarde ni
explotar nuestros conocimientos adquiridos los días anteriores. Fue una faena,
ya que más o menos todos controlábamos el arte del esquí y estábamos motivados
para enfrentarnos a pistas más complicadas. Ese día solo esquiamos por la
mañana, porque por la tarde el día empeoró y nos tuvimos que ir al hotel.
El cuarto día, por suerte hizo buenísimo y la nieve no
estaba nada mal, así que aprovechamos bastante para esquiar y disfrutar del
precioso paisaje que nos rodeaba, aunque nos quedamos con ganas de más.
Y así, casi sin darnos cuenta, llegó nuestro quinto y último
día de esquí. Muchos estábamos ya en las últimas y nos quedamos en el bar de
las pistas, pero otros aprovecharon hasta el último segundo y estuvieron
esquiando todo lo que pudieron y más.
Después de comer empezó a nevar con fuerza, pero tuvimos
suerte y pudimos bajar tranquilamente en el bus a la tienda para devolver las
botas, los cascos y los esquís. Llegaba la hora de devolver nuestra armadura de
caballeros de las nieves que nos habían acompañado en los momentos más
difíciles. El casco, protegiéndonos de pinos y traumatismos craneoencefálicos.
Las botas, asegurando con firmeza buena parte de nuestra pierna para evitar
rupturas. Los palos, que aferrábamos con fuerza al suelo como único medio para
evitar caídas tontas. Y los esquís, que ya casi formaban parte de nuestro pie y
eran nuestro principal medio de transporte, con los que surcábamos las pistas
desafiando a la suerte y nos deslizaban por las interminables y gélidas rampas.
Después de devolver el material fuimos al hotel a coger las maletas y emprender
el viaje de vuelta, en el que se combinaba la melancolía por lo bien que lo
habíamos pasado y un fuerte deseo por llegar a casa y descansar en nuestras
camas como merecíamos.
Es general, es un viaje y una experiencia única, que os
recomiendo aprovechar cuando se os proponga.
Todo tiene su final, y al igual que nos despedimos de
Andorra y sus montañas, aquí me despido de vosotros.
Muchas gracias a Eva, Ana e Ilde por habernos acompañado y
por su paciencia, y como no, muchas gracias al incansable Pepe por soportarnos
durante más de 9 horas de viaje IDA Y VUELTA. Eso sí que es deporte de riesgo y
no el esquí.
Ibai Callejo Álvarez