martes, 19 de marzo de 2024

SEMANA BLANCA EN ANDORRA

 



La semana del 14 al 19 de enero, los alumnos de tercero, cuarto y primero de bachillerato pasamos unos maravillosos días en Andorra, ese minúsculo lugar donde hay más cuentas secretas que personas que saben dónde está su propio país.

Andorra, ese lugar donde las tiendas libres de impuestos y sus productos escala 1:10000 son el mayor atractivo turístico.

Andorra, ese lugar donde sus pistas de esquí son tan exclusivas que incluso los copos de nieve parecen llevar sus propios esquís, y el aire fresco de la montaña es solo superado por el olor de las transacciones financieras en el aire y por el ruido de los flamantes coches que la circulan.

Ahora en serio, andorra, aparte de ser un paraíso fiscal y consumista, es un paraíso geográfico. Las majestuosas montañas andorranas se alzan como guardianes imponentes, cubiertas con un manto blanco que nos proporcionó ese asfalto helado que cabalgábamos mañana y tarde como cowboys de la nieve. Sus altas cumbres y verdes valles creaban un entorno natural fascinante.

Tras un largo viaje de más de 9 horas en autobús, nos presentamos en la Massana, lugar donde se ubicaba el hotel donde nos alojamos, situado a unos 20 minutos de la capital, dejamos las maletas y procedimos al alquiler de los esquís, las botas y los cascos. Después fuimos al hotel y degustamos su bufé, que la verdad es que estaba genial. Después de una contundente cena, ya estábamos listos para afrontar al día siguiente el primer día de esquí.

Por la mañana, después de un abundante desayuno, nos equipamos nuestro atuendo de Marc Márquez de las nieves y cogimos el autobús para subir a las pistas. Una vez allí nos poníamos las botas y los esquís y recibíamos una clase de dos horas, divididos en grupos con monitores distintos acorde con nuestro nivel. Los dos primeros días hubo de todo. Mientras algunos luchábamos por mantenernos en pie con los esquís, otros ya surcaban las laderas como si les fuera la vida en ello. Las clases fueron un poco convulsas al principio: accidente por aquí, resbalón por allí, atropello involuntario por allá… todo un espectáculo de colisiones.

Después de una dura jornada de caídas y frustración llegaba la hora de comer. Comíamos en un restaurante allí en las pistas un menú distinto cada día, que menos el primer día, dejó mucho que desear. Tras la comida, nos volvíamos a poner en marcha, ahora sí, con toda la tarde libre para esquiar a tu rollo y activar el modo supervivencia.

Al acabar la jornada de esquí, bajamos en el huevo (una especie de teleférico con forma de huevo) a la ciudad, cogimos el autobús y fuimos al hotel a ducharnos, reposar y reflexionar sobre cómo habíamos logrado sobrevivir. Después de asearnos, bajamos a Andorra la Vella donde nos daban tiempo libre para saciar nuestro mono consumista y explorar las curiosas tiendas que por allí había.

Y así pasamos nuestros dos primeros días, milagrosamente, sin heridos.

El tercer día ya fue afrontado de otra manera. Como siempre, gozábamos de un pesado desayuno y subíamos al huevo (qué originales los andorranos, el huevo jajajas) que nos dejaba en las pistas y más o menos ya sabíamos lo suficiente de esquí como para no despeñarnos por un barranco y hacer nuestras primeras rutas, mientras que otros ya andaban por el pico más alto de andorra y aventurándose por las pistas rojas como si fueran toboganes de un parque infantil. Poco a poco los más torpes ya fuimos cogiendo confianza y familiarizándonos con los esquís. Tras una jornada de esquí al fin satisfactoria, descansamos un poco en el hotel y bajamos a Andorra la Vella para disfrutar del increíble centro termolúdico Caldea, un balneario con jacuzzis, saunas, termas, y todo tipo de piscinas. Los vestuarios eran algo así como un laberinto de compartimentos abarrotados de adolescentes que no se acordaban de dónde estaba su taquilla.

Algunos alumnos no fueron a Caldea y se quedaron pasando la tarde por la ciudad, luego quedamos todos en la puerta del balneario y el grandísimo Pepe (el autobusero) nos llevó de vuelta al hotel para cenar.

Por las noches los pasillos del hotel parecían el metro de Nueva York y las habitaciones una especie de comuna hippie. Hubo algún día gente que durmió en el suelo o en la bañera, lo ideal para recuperarse de la jornada de nieve.

El tercer día no tuvimos suerte, estuvo lloviendo y había bastante viento, por lo que no pudimos aprovechar al máximo la tarde ni explotar nuestros conocimientos adquiridos los días anteriores. Fue una faena, ya que más o menos todos controlábamos el arte del esquí y estábamos motivados para enfrentarnos a pistas más complicadas. Ese día solo esquiamos por la mañana, porque por la tarde el día empeoró y nos tuvimos que ir al hotel.

El cuarto día, por suerte hizo buenísimo y la nieve no estaba nada mal, así que aprovechamos bastante para esquiar y disfrutar del precioso paisaje que nos rodeaba, aunque nos quedamos con ganas de más.

Y así, casi sin darnos cuenta, llegó nuestro quinto y último día de esquí. Muchos estábamos ya en las últimas y nos quedamos en el bar de las pistas, pero otros aprovecharon hasta el último segundo y estuvieron esquiando todo lo que pudieron y más.

Después de comer empezó a nevar con fuerza, pero tuvimos suerte y pudimos bajar tranquilamente en el bus a la tienda para devolver las botas, los cascos y los esquís. Llegaba la hora de devolver nuestra armadura de caballeros de las nieves que nos habían acompañado en los momentos más difíciles. El casco, protegiéndonos de pinos y traumatismos craneoencefálicos. Las botas, asegurando con firmeza buena parte de nuestra pierna para evitar rupturas. Los palos, que aferrábamos con fuerza al suelo como único medio para evitar caídas tontas. Y los esquís, que ya casi formaban parte de nuestro pie y eran nuestro principal medio de transporte, con los que surcábamos las pistas desafiando a la suerte y nos deslizaban por las interminables y gélidas rampas. Después de devolver el material fuimos al hotel a coger las maletas y emprender el viaje de vuelta, en el que se combinaba la melancolía por lo bien que lo habíamos pasado y un fuerte deseo por llegar a casa y descansar en nuestras camas como merecíamos.

Es general, es un viaje y una experiencia única, que os recomiendo aprovechar cuando se os proponga.

Todo tiene su final, y al igual que nos despedimos de Andorra y sus montañas, aquí me despido de vosotros.

Muchas gracias a Eva, Ana e Ilde por habernos acompañado y por su paciencia, y como no, muchas gracias al incansable Pepe por soportarnos durante más de 9 horas de viaje IDA Y VUELTA. Eso sí que es deporte de riesgo y no el esquí.

                                                                                                                      Ibai Callejo Álvarez




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